martes, 30 de abril de 2013

Sin título

(1934) Balthus, lección de guitarra.

En un pasado no muy lejano la pintura y yo éramos como dos viejos compañeros de clase, sabíamos que existíamos, habíamos pasado tiempo juntos, nos caíamos bien pero nunca conseguíamos salir de fiesta juntos. La pintura siempre me había provocado curiosidad, yo dibujaba de pequeño, mi madre pintaba y mi padre se dedicaba a mirar (¿no son esas las tres fases por las que pasa una pintura: boceto, pintura y exhibición? Muy a grandes rasgos, claro). Era curioso porque al mismo tiempo esa pintura que tanto me llamaba la atención me provocaba repulsión, repulsión por el hecho de verla ahí, colgada de una pared,  tan inerte y tan viva, tan taciturna y tan cálida, tan profunda y tan superficial que hacía preguntarme si en el fondo el arte no era más que un sinfín de despropósitos personales de un autor sin escrúpulos  que yo, más cerrado que un mejillón de mar por aquel entonces, no conseguía entender y omitía de mis entrañas. También se daba el caso de que fuese yo ese autor sin escrúpulos, entonces la cosa cambiaba, era yo el rey diseñador de mi imaginación y nadie podía juzgar, sólo yo, lo que expresaba a modo de diario.

(1973) Ed Paschke, Joella.

Por fortuna, este planteamiento sólo sucedía en una mente inmadura, una mente incapaz de empatizar y darse cuenta que la pintura es un “mí” convertido en “nosotros”, una forma de expresión cedida en horizontal para ser interpretada. Por esto, desde hace un tiempo estudio lo que estudio, comparto lo que comparto, empatizo con lo que empatizo, y cada vez que voy a un museo de arte, sobretodo alguno de esos de arte contemporáneo, son más retorcidas las preguntas que mi cabeza plantea al subconsciente  cuando me coloco frente a frente delante de una obra; ¿cuál era su idea inicial?, ¿por qué estos colores y no otros?, ¿qué hubiese sido de esta obra sólo al carboncillo?, ¿Por qué esta forma aquí y no otra?, ¿qué COJONES me quiere transmitir este mojón colgado del techo? 



Sabéis de esa sensación después de entrar en un museo y ver cientos de obras, todas casi iguales, ¿a qué son muchas las que pasan impasibles ante tus ojos y sólo unas pocas las que desprenden un aura interesante que las hace resucitar entre la pared? Son esas precisamente las que tienen algo, quizás algo profundo sólo para ti, o algunas otras que hacen que ese sentimiento sea más universal, pero muy muy pocas lo consiguen verdaderamente, te chocan, te impactan y se quedan grabadas como si se tratase de una de esas marcas que llevan los caballos en su piel.

(1921) Otto Dix, At the mirror.
(1970) Eduardo Arroyo, El caballero español.




















En fin todo lo que he liado para deciros que me flipa el arte contemporáneo, aún más después de ver el museo de Pompidou en París. Las fotos son ejemplo de esos autores que consiguieron herir en mí después de toparme con sus obras por las esquinas. Hicieron sentirme bajito e interesarme por ellos por puro altruismo ya que nunca he estudiado arte, pero  quizás éstos autores llamaron a la puerta de mi vacío sin previo aviso y por eso me llaman a mí (puede que sólo a mí) la atención, quizás para vosotros no signifiquen nada, pero yo las veo tan mías que me dan miedo. He aquí la gracia del arte, tan abstracto y tan diverso que ni la mente más abierta consigue un sacrificio pleno a su entendimiento. Sin embargo, el arte cautiva por parcelas, parcelas de placer, parcelas de identificación y estás son algunas de esas parcelas con las que me siento pleno, estas que he querido compartir con vosotros.  

(1971) Peter Saul, Clemunteena Gweenburg.
(1926) Otto Dix, Retrato de la periodista Sylvia von Harden.
C. Matas


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