martes, 30 de abril de 2013

Del latín feliz, a quien favorece la suerte.

“¿Alguna vez escuchaste una historia sobre una cucaracha que a base de comer basura llegó a rey? Yo tampoco, por algo será.

La grasa rebosaba por aquella boca sucia. Los dientes alargados y amarillos perfilaban una sonrisa falsa, una sonrisa repulsiva. Sudoroso se frotaba las manos mientras hablaba con los Reyes y con los Dioses. Era mercader, o eso decía él porque no he visto manera más efectiva de limpiar un trasero en mi vida. A lo mejor era científico o alquimista y buscaba una manera efectiva de mejorar la higiene personal. Si eso fuese cierto se lo agradecería sumamente, estoy cansado de limpiarme con hojas de lechuga. Aquel era un personaje ilustre, por no decir llamativo. Allá donde fuese estaba presente. No había baldosa en el castillo que no hubiese pisado él antes con su gracioso caminar.
Aquel mercader llegó con toda la plebe nueva, conmigo incluido, hará dos inviernos. Todavía recuerdo aquel día que desembarqué, al final del verano, lleno de ilusiones por las aventuras que me esperaban en aquellas tierras. Había escuchado leyendas e historias increíbles sobre aquel reino, crecí escuchándolas de la boca de marineros y ancianos en las tabernas. Y los sueños se rompieron más rápido que la flor de una hija de puta.
Allí estábamos todos. Gente de tierra diversa. La mayoría sangre joven, aún virgen. Cabezas tontas llenas de arcoíris, gente que como yo todavía creía que los recibirían héroes, dragones y hadas.

Allí los dragones eran de polvo, las hadas las conseguías ver si primero hablabas con un tal Mezil en los suburbios y los héroes no eran más que bufones con armadura, con caballos de madera y una cebolleta por espada.

Todos aceptamos aquel viaje y aquel destino, era el sueño de todos viajar a aquella tierra. Cuando vimos aquellas paredes grises, aquella asfixia con forma de edificio, cuando nos dieron el primer cubo de agua, la primera fregona, el primer plato sucio… comprendimos que las aventuras primero empezaban por dar cera el suelo y quitar cera al suelo. O eso queríamos creer, dudo mucho que limpiando letrinas llegues a matar a un dragón o a coronar una montaña.

Aquel castillo estaba gobernado por Reyes y por Nobles, y en algunas habitaciones reinaba, aunque débil, la voz de los Dioses.

Los Reyes y los Nobles eran retrasados, hijos de la mezcla de sangre durante generaciones. Algunos ni siquiera eran de sangre noble, pero eran lo suficientemente inteligentes para darse cuenta de su inutilidad natural y para casarse con algún Noble soltero lo suficientemente estúpido. Otros optaban por la vía rápida y hacían gala de una habilidad para limpiar sables y abrir almejas tan magistral que dejaban en ridículo el método de limpieza anal del amigo mercader (aunque quien sabe, la práctica hace al maestro ¡No te rindas!). Toda aquella corte eran los señores del pasado, recitaban de memoria su linaje, enseñaban con placer sus trofeos y hablaban sin parar de sus logros y sus anécdotas. Esos inútiles… cada uno es peor que el anterior. Todos ellos sonríen, caminan recto, con esa mirada repelente que no te mira, te escupe. Casi parece que cagan por encima de los demás, pero no, cagan por donde todos… y sangran si se les hiere… aunque su sangre es diferente. Es hermoso verlos sangrar, verlos sufrir… Hará un par de meses un grupo de plebeyos como yo, disfrazados, intentaron tirarle piedras a un desgraciado tartamudo. Alguna le rozó y la sangre le brotó por la mejilla. Esa sangre no era roja, era orgásmica. El tipo escapo airoso del percance, pero todavía le quedan piedras para rato. El ofensor escribe en arena, y el ofendido en piedra, o eso decía mi abuela.

Pero si algo hace que siga en el castillo, que aguante el lavar platos y el limpiar letrinas, son los Dioses. Los Dioses son crueles, son poderosos, pero sobretodo son justos, son misericordiosos y son sabios. Su palabra es la justicia. Su poder fue vetado hace mucho por los Reyes y los Nobles ansiosos por acaparar todo el poder. Sus imágenes se destruyeron, sus templos se quemaron. Pero su voz, el eco de su sabiduría aún resuena por los pasillos y por los sótanos. Los dioses no pueden pelear por mí, esa no es su lucha, no pueden matar a Reyes y Nobles, pero pueden aconsejarte, pueden darte esperanza, pueden darte algo en lo que creer. Pueden darte FE.

Los dioses me enseñaron a escribir, los dioses me enseñaron a ver, los dioses me enseñaron a caminar. Los dioses me enseñaron todo lo que necesito para saber que pasillo tomar, que salida escoger para escapar por las noches del castillo, me dieron el apoyo que necesito para aventurarme en lo desconocido. Son ellos los que mantienen vivos los dragones y los héroes en mi cabeza, son lo que me dan la esperanza de que algún día saldré del castillo por la puerta grande.

Y son sobretodo mis compañeros, mis nuevos hermanos, plebeyos como yo, los que hacen que merezca la pena salir todas las noches a buscar dragones y princesas, y los que hacen más llevadero este infierno que se llama castillo REAL.”

Encontrado en el diario personal de Fausto, con fecha de 29 del mes de Lluvias del segundo año de gobierno del Ilustrísimo Emperador Brey el Austero. 

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