lunes, 11 de marzo de 2013

Pongamos que hablo de Málaga

Allá donde la tierra es capaz de mermar al mar y adentrarse en él, donde el centro no está donde uno espera y los caminos se empinan hasta tocar el cielo de alguna manera. Allí es donde nací, allí es donde crecí y allí es donde estaré al llegar el fin. Allá donde el aire del invierno te cala hasta los huesos y en verano te empalaga, pongamos que hablo de Málaga.

Después de este pequeño homenaje a cierto maestro, os hablaré de una ciudad, mi ciudad. Málaga es un lugar, o mejor, varios lugares que no sólo pueden verse sino también tocarse, olerse y sentirse. Cuando caminas por sus calles, los estímulos te bombardean el cerebro llevándote de un sitio a otro. En verano, cuando el calor aprieta y las ropas sobran, puede olerse el mar desde los callejones y durante la época de las hojas amarillas, el olor de las castañas asadas se te cuela en la nariz. El espíritu de Málaga reside en sus calles, sus barrios y sus gentes. Por la mañana temprano, los parques y los bancos se llenan de ancianos que sin nada que hacer buscan entretenerse con una agradable charla y cuando cae la noche en un fin de semana, los más jóvenes se despreocupan de su rutina y se dejan la piel en las pistas de locales abarrotados de gente, alcohol y sudor.

Pero Málaga tiene ciertos toques de miseria y de proyectos inacabados. Desde su catedral, cariñosamente conocida como "la manquita" hasta el mundo bajo el suelo donde no sólo descansan los eternos durmientes sino también las ruidosas máquinas que cavan túneles inútiles en una sola dirección.

En definitiva, Málaga puede ser un lugar de ensueño pero anda con cuidado porque una mirada puede mandarte al hospital y allí sufrirás en un pasillo cualquiera hasta que tengan un lugar para que descanses.


Alejandro Méndez

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